Detrás de cada golpe del “petrismo” y del “uribismo” va la intención de emocionar más a sus masas, para convencerlas de que en ellas está la garantía de ganar el partido: entre más griten, más arenguen, más defiendan una causa y más ofendan y ataquen a la otra… más estímulo hay para ganarlo .

El presidente Gustavo Petro ha instado a sus masas a salir a las calles a defender los derechos que, según él, no les han querido reconocer en el Congreso y en las altas Cortes, como ocurrió durante el episodio de los proyectos de Reforma Laboral y de Consulta Popular.

El partido Centro Democrático instó a marchar el pasado 7 de agosto en solidaridad con el expresidente Álvaro Uribe Vélez, tras su condena, en primera instancia, a 12 años de prisión domiciliaria, aduciendo que la decisión de la jueza 44 Penal de Circuito con Funciones de Conocimiento de Bogotá, Sandra Liliana Heredia, fue una decisión injusta y politizada.

La protesta convocada por Petro es un derecho fundamental. Pero cuando el poder Ejecutivobusca reemplazar con la presión de la calle lo que no logró por los canales institucionales, se corre el riesgo de que la fuerza de la multitud intente imponerse por encima del debate democrático y de la independencia de los poderes.

La protesta convocada por Centro Democrático es un derecho fundamental. Pero pretender desacreditar o deslegitimar una decisión judicial mediante la presión pública y la narrativa de persecución política, también erosiona la confianza en la institucionalidad y siembra el terreno para que las emociones sustituyan el análisis jurídico.

En ambos casos, el “petrismo” y el “uribismo” están poniendo la democracia en riesgo de degradación. La están llevando a la degeneración que el historiador griego Polibio denominó Oclocracia, que es el gobierno de la muchedumbre, en el que las decisiones no se toman con base en la razón, el respeto a la ley y la deliberación, sino obedeciendo a impulsos emocionales, presiones masivas y discursos demagógicos.

En la Oclocracia colombiana -como parece pretenderlo el “petrismo” y el “uribismo”- el grito apasionado de la multitud busca reemplazar el juicio y el debate razonable. Las calles reemplazan el Congreso, las Cortes y los estrados judiciales, escenarios creados por la Democracia para garantizar el orden social mediante el diálogo civilizado.

Ambos casos muestran que la tentación de acudir a las masas para resolver desacuerdos con las instituciones no es exclusiva de un sector político. Es un síntoma común cuando se privilegian las emociones sobre la razón, el impulso sobre la prudencia y la fuerza del número de marchantes sobre la fortaleza del argumento.

La democracia auténtica no consiste en quién logre reunir más gente en una plaza o recorriendo las calles, alardeandolo con fotografías y videos en las redes sociales, sino en quién es capaz de defender sus ideas con razones, con datos verificables y con respeto por las reglas del juego que esa democracia auténtica ha puesto sobre la cancha.

El remedio, por supuesto, no es suprimir la movilización ciudadana, legítima y necesaria en una sociedad plural. Es impedir que se convierta en sustituto del debate democrático y del Estado de Derecho.

La Democracia se alimenta de la deliberación informada y del respeto por las reglas, no de la presión de la turba. La Oclocracia, en cambio, crece cuando dejamos que la indignación momentánea, el aplauso fácil o la rabia colectiva decidan el rumbo del País.

En tiempos de polarización y descrédito institucional, la defensa del Estado Social, Democrático y Constitucional de Derecho no se logra por el mayor número de marchantes, más camisas blancas, más banderas, más arengas, más insultos y los gritos más fuertes. La defensa de la Democracia se garantiza con argumentos más sólidos. Ese es el verdadero poder del pueblo.