El expresidente Juan Manuel Santos reconoció en uno de sus mensajes en la red social X que su reflexión contra la polarización y la importancia de ser capaces de decir “No” a los extremos, fue elaborado con apoyo de inteligencia artificial, a partir de millones de datos acumulados sobre historia y experiencias humanas. Más allá de la anécdota tecnológica, la confesión debe hacer que nos preguntemos: ¿Puede una máquina sintetizar mejor que los propios líderes las lecciones morales de la humanidad? ¿O es que, en realidad, esas herramientas funcionan como un espejo que devuelve con crudeza lo que muchos ya saben, pero pocos se atreven a decir?
El mensaje defendía una idea que hoy parece contracultural: decir “no” a los extremos no es tibieza, sino valentía. En tiempos en los que la política se alimenta de la indignación permanente, de la simplificación del adversario y de la lógica del “conmigo o contra mí”, la moderación ha sido injustamente estigmatizada. Se le presenta como debilidad, como falta de carácter, como ausencia de convicciones. Pero la historia demuestra lo contrario: los grandes procesos de transformación social no nacieron de la imposición, sino del reencuentro; no del muro, sino del puente.
La reflexión atribuida a la inteligencia artificial recuerda que los extremos ofrecen algo muy seductor: certezas simples en mundos complejos. El problema es que esas certezas suelen dividir, excluir y cancelar al que piensa distinto. Lo paradójico es que los mismos extremos terminan devorando a quienes los alimentan. Los radicalismos no construyen, consumen; no sanan, profundizan las heridas; no dialogan, imponen.
En ese contexto, cobra especial relevancia una frase que el propio Santos ha repetido en varias ocasiones y que siempre ha llamado la atención por su crudeza: “Es de imbéciles no cambiar de opinión”. Lejos de ser una expresión vulgar, encierra una de las verdades más incómodas para la política actual: la incapacidad de rectificar se ha convertido en un símbolo de falsa fortaleza. Hoy muchos prefieren persistir en el error antes que admitir un aprendizaje. Cambiar de opinión, en una democracia madura, no es traición; es evolución.
Pero, ¿qué dice de nosotros como sociedad que una inteligencia artificial sea la que nos recuerde la importancia de la empatía, del equilibrio, de la escucha?
Y no es que la máquina sea más sabia, sino de que los seres humanos, atrapados en la lógica del algoritmo, del “like” y del escándalo, hemos desaprendido a valorar el matiz, el silencio reflexivo y la duda honesta.
En lo político y en lo personal, evitar los extremos sigue siendo una tarea urgente. Ni la rigidez que impide cambiar, ni la complacencia que renuncia a los principios. Ni el grito permanente, ni el silencio cómplice. La vida democrática –como la vida misma– exige saber cuándo ceder y cuándo sostenerse, cuándo hablar y cuándo escuchar. El equilibrio no es neutralidad: es sabiduría en movimiento.
El comentario de Juan Manuel Santos y la inteligencia artificial deja como lección que el verdadero liderazgo no consiste en ganar cada debate, sino en construir las condiciones para que la sociedad avance sin destruirse. Decir “no” a los extremos no es una posición cómoda, es una apuesta ética. Y en un mundo que premia el grito, la serenidad se ha convertido en un acto revolucionario.
De nuevo llegamos a la conclusión que el verdadero líder no es el que más impone, sino el que mejor sabe escuchar, porque la democracia no está diseñada para la victoria total de una facción, sino para la gestión institucional del disenso. En los sistemas democráticos contemporáneos, los extremos tienden a erosionar los presupuestos básicos de la convivencia: sustituyen el debate por la descalificación, la argumentación por la estigmatización y la deliberación por el dogma.
Desde el punto de vista jurídico, esto no es simplemente un problema de estilo político, sino una amenaza real a principios estructurales como el pluralismo político, contemplado en el artículo 1 de la Constitución de Colombia; la libertad de opinión, que está en en artículo 20 de la misma Constitución; y el derecho a la participación política, mandato del artículo 40 Superior




























