Ramón Elejalde Arbeláez

Angélica (*) es una mujer joven, nacida y criada en uno de los barrios populares de cualquiera de nuestros pueblos, donde concluyó sus estudios de maestra, profesión que le permitiría rápidamente hacerse cargo de toda su familia, una de las más pobres del entorno.

Angélica, afortunadamente para sus familiares, encontró rápidamente trabajo en una vereda lejana a la que se accedía luego de una hora en vehículo y diez horas en una cabalgadura. Llena de esperanzas inició su labor como maestra, esperanzas que se irradiaron sobre su señora madre, una hermanita y un hijito que ya tenía. Era la garantía de supervivencia familiar.

Angélica se enamora de un campesino de la vereda donde labora y este se convierte en su acompañante en la soledad de la montaña. Posteriormente resulta embarazada y con la discreción y la dignidad del caso, lleva su nueva relación afectiva, que se ve reforzada con la alegría de esperar un hijo.

El día 22 de febrero del presente año Angélica ve aparecer, estando en la vereda en la cual trabaja, unos síntomas preocupantes de una enfermedad que la lleva a la cama. La fiebre es alta y con escalofríos, la cefalea, las náuseas, el vómito la hacen preocupar, lo mismo que a su compañero y a los pocos habitantes del lugar. Los lugareños deciden improvisar una camilla y buscar el centro médico del pueblo, distante, como ya lo dijimos, a muchos kilómetros por un camino de herradura transitable solamente a caballo o a pie. De allí es remitida a un centro clínico de mayor nivel en la ciudad de Medellín. Una pielonefritis, que por las circunstancias del lugar de trabajo no se trató a tiempo, amenazaba su vida y la de la criatura que esperaba, ya tenía 30 semanas de embarazo. Angélica permanece una semana hospitalizada hasta que la infección es erradicada.

De regreso a su pueblo recibe una certificación médica que a la letra dice: “Paciente con embarazo de 31 semanas, fue hospitalizada una semana por pielonefritis. Por estado de embarazo no se recomienda montar a caballo”. Angélica busca a su jefe inmediato y este le responde: “Nosotros tenemos que garantizar la educación de esos niños, bréguese a conseguir la incapacidad para poder mandar otro maestro”. Ante la insistencia de la educadora el burócrata sentencia: “Usted debe cumplir con su deber, entre a la vereda así se demore dos o tres días”. Evidentemente que Angélica no tenía sino dos maneras de entrar a su escuela: a pie o a caballo, impredecible cuál de las dos era más preocupante frente a su embarazo de alto riesgo y a su reciente enfermedad.

Angélica, temerosa de perder su trabajo, angustiada por su situación, incomprendida por sus superiores, se ve compelida a ir a su lugar de trabajo. No tiene alternativa. El sustento de los suyos dependía exclusivamente de sus ingresos. “La necesidad tiene cara de perro” afirman las abuelas. Humillada, pisoteada en su dignidad, viaja a su lugar de trabajo y sucedió lo que tenía que suceder: Apenas baja de su cabalgadura, Angélica inicia el proceso de parto, atendida por las comadronas de la vereda. Su niño sobrevive cuatro horas y luego fallece. Mientras unos vecinos del lugar preparan una fosa improvisada frente a la escuela de Angélica para enterrar a su bebé, otros preparan una camilla para sacarla de urgencia a buscar atención médica por una hemorragia que amenaza su vida. Como pudieron los campesinos hicieron saber al centro de salud del pueblo, de las angustias de su educadora. Médicos y paramédicos salieron en la búsqueda de la enferma que tuvo que ser remitida a un hospital especializado para su curación física, las curaciones del alma seguramente nunca las logrará Angélica frente a tanta indolencia, frente a tanta ignominia. Los derechos de esta humilde maestra fueron pisoteados y vulnerados por muchos, que seguramente no responderán ante la justicia humana. A tal extremo la sevicia, que después de este doloroso drama le pidieron regresar a la vereda donde enterró a su niño o como alternativa a una escuela más retirada que en la que servía. Su niño muerto no tuvo siquiera una sepultura digna. Afanados por sacar a la madre moribunda, los vecinos no tuvieron más catafalco que un costal de fique. La suerte de los desgraciados, la humillación de los pobres, la realidad de los de abajo.

Después de tantos vejámenes, Angélica decide contar toda su historia a los funcionarios de la Secretaría de Educación de Antioquia. Conmovió su drama a todos y la orden perentoria del doctor Humberto Díaz, jefe de la misma, fue trasladarla inmediatamente a un lugar acorde con la situación y brindarle todos los apoyos médicos y sicológicos requeridos.

(*)Nombre cambiado, para una historia real.