El Gobierno nacional decretó el Estado de Emergencia Económica y Social en todo el territorio colombiano, amparado en el artículo 215 de la Constitución Política, con el argumento de que el país enfrenta una perturbación grave e inminente del orden económico y social que no puede ser conjurada mediante los mecanismos ordinarios del Estado. La decisión, contenida en el Decreto 1390 de 2025, reabre un debate de fondo sobre los límites del poder ejecutivo, la responsabilidad fiscal y el papel del Congreso en la sostenibilidad de las finanzas públicas.
La justificación: una crisis fiscal con impacto social directo
El decreto sostiene que Colombia atraviesa una coyuntura fiscal excepcional, derivada de hechos concurrentes: la no aprobación de dos proyectos de ley de financiamiento para las vigencias 2025 y 2026, el aumento de obligaciones constitucionales y legales inflexibles, sentencias judiciales ejecutoriadas pendientes de pago, subsidios de servicios públicos acumulados, restricciones severas de liquidez, límites al endeudamiento por la regla fiscal y un deterioro del orden público que exige mayores recursos para seguridad y protección electoral.
Según el Gobierno, esta combinación de factores ha generado una incapacidad material y jurídica para garantizar derechos fundamentales como la salud, la seguridad y la prestación continua de servicios públicos esenciales, especialmente para la población más vulnerable.
Salud, seguridad y servicios públicos: el núcleo de la emergencia
Uno de los ejes centrales del decreto es el cumplimiento inmediato de órdenes de la Corte Constitucional en materia de salud, particularmente la equiparación de la Unidad de Pago por Capitación (UPC) del régimen subsidiado al 95 % del régimen contributivo, lo que exige recursos adicionales cercanos a $3,3 billones para 2026.
A ello se suma el agravamiento del orden público en varias regiones del país, el incremento del riesgo para candidatos en el contexto preelectoral y la necesidad de reforzar la Unidad Nacional de Protección y las capacidades tecnológicas de la Fuerza Pública, con un costo estimado superior a $3,7 billones.
En materia de servicios públicos, el decreto advierte sobre una crisis sistémica en el sector energético, especialmente en la región Caribe, por el no pago de subsidios de energía y gas que ya superan los $5,1 billones, situación que podría afectar a más de 1,3 millones de usuarios y desencadenar una crisis social.
El trasfondo político: Congreso, financiamiento y responsabilidad compartida
Aunque el decreto se construye sobre una extensa argumentación técnica y constitucional, el trasfondo político es evidente. El Gobierno atribuye parte sustancial de la crisis a la decisión del Congreso de negar los proyectos de ley de financiamiento, pese a haber aprobado el Presupuesto General de la Nación incorporando ingresos que dependían de esas leyes.
En ese sentido, el Ejecutivo plantea que existe una incoherencia institucional: se aprueban gastos constitucional y legalmente obligatorios, pero se bloquean las fuentes de ingreso necesarias para financiarlos. La declaratoria de emergencia aparece así como un mecanismo excepcional para suplir un vacío legislativo, no como una sustitución permanente del Congreso.
Los límites constitucionales: control, temporalidad y conexidad
El decreto es cuidadoso en reiterar los límites que impone la Constitución: no suspensión de derechos fundamentales, no interrupción del funcionamiento de las ramas del poder público y estricta conexidad entre las medidas que se adopten y la crisis que se busca conjurar. Además, convoca al Congreso para ejercer control político y remite el decreto a la Corte Constitucional, que tendrá la última palabra sobre su validez.
Será precisamente el alto tribunal el que evalúe si los presupuestos fáctico, valorativo y de suficiencia están plenamente acreditados y si las medidas que se adopten en desarrollo de la emergencia respetan el equilibrio entre eficacia gubernamental y control democrático.
¿Emergencia necesaria o precedente riesgoso?
La declaratoria del Estado de Emergencia Económica no es, por sí misma, un acto ilegítimo. Está prevista en la Constitución como una válvula de escape institucional para escenarios excepcionales. Sin embargo, su uso recurrente o expansivo puede erosionar el principio de separación de poderes y convertir lo extraordinario en ordinario.
El verdadero desafío no será solo conjurar la crisis inmediata, sino restablecer un diálogo fiscal y político serio entre el Gobierno y el Congreso, capaz de garantizar sostenibilidad financiera sin sacrificar derechos fundamentales ni trasladar la carga del ajuste a los sectores más vulnerables.
Porque, al final, ningún Estado puede gobernar permanentemente en emergencia sin debilitar su democracia, y ninguna democracia puede sostenerse si la política fiscal se convierte en un campo de trincheras y no de responsabilidad compartida.


























