En su sentido más noble, la política es el arte de servir al bien común. Se supone que la política es el escenario en el que la fuerza de la palabra sustituye la violencia, en el que las diferencias se tramitan con argumentos y donde el poder se ejerce no para destruir a nadie sino para garantizar derechos y oportunidades.
Sin embargo, cuando el político se desvía del camino de servir a bien común, representado en la totalidad de la sociedad, y pierde el norte en torno a la defensa de la verdad, entonces la política se degrada, se vuelve escenario de vanidades, de ambiciones, de engaños y de la defensa de intereses particulares, polítiqueros y económicos.
Por eso, el primer pecado del político es olvidar el propósito. Y entonces, el poder deja de ser un medio para transformar y se convierte en un fin para dominar. El político empieza a vivir pendiente del aplauso, del titular, del “me gusta” y para ello hace lo que sea, incluso mentir, desinformar, ofender, odiar y destruir.
Se vuelve experto en pecar contra la verdad, actuando con cálculo y no con convicción.
Miente para ganar votos, oculta errores para conservar una falsa imagen y distorsiona hechos para justificar decisiones. El político que pierde la relación con la verdad termina perdiendo también la confianza de la gente y la legitimidad de su palabra.
Se vuelve, también, experto en la comisión de pecados contra la justicia y la ética: el tráfico de influencias, la contratación amañada, el clientelismo y la tentación de la corrupción, olvidando que la autoridad que le otorga el pueblo mediante la votación, es un mandato moral y no un botín económico.
En este punto aparecen los pecados contra la democracia: el desprecio por la participación ciudadana, la persecución del contradictor, el uso del poder para dividir o deslegitimar las instituciones cuando no se someten a sus intereses. Así, la democracia se vacía de contenido, se vuelve solo formalidad vacía, discurso hueco, simulacro de participación.
Y, finalmente, están los pecados contra la humildad y la coherencia, porque termina creyéndose el dueño de la verdad, siendo incapaz de reconocer errores, con el agravante de que se rodea de aduladores y turiferarios que alimentan su ego y le impiden ver con el humo del incienso lo errado del camino escogido.
El político que predica principios y valores y no los practica, deja de ser referente y se convierte en una caricatura que tarde o temprano la sociedad habrá de borrar y de olvidar.
Colombia necesita políticos que vuelvan al origen: al servicio, a la escucha, a la decencia, al respeto, a la responsabilidad y al compromiso con la verdad y el interés común.
Los nuevos liderazgos que lleguen de la mano de los jóvenes consejeros municipales y locales elegidos este domingo, 19 de octubre de 2025, pueden ser la esperanza de un viraje en la política en su sentido más noble.