Es absolutamente comprensible que muchos colombianos -especialmente líderes, dirigentes y seguidores del partido Centro Democrático y de otros partidos y sectores cercanos al expresidente Álvaro Uribe Vélez— no compartan el fallo condenatorio contra el Exmandatario, proferido por la jueza 44 Penal del Circuito con Funciones de Conocimiento de Bogotá, Sandra Liliana Heredia. Eso es válido, porque, en democracia, las decisiones judiciales pueden y deben ser debatidas.
Sin embargo, el debate debe darse con argumentos, con respeto por el orden institucional y nunca con descalificaciones personales ni con insinuaciones, sin pruebas, de persecución. El derecho a disentir no puede convertirse en el derecho a deslegitimar.
Esa comprensible controversia entre la opinión pública no pudo haber sido evitada, tratándose de una figura que ha marcado la vida política del País durante más de tres décadas. No obstante, cuando la justicia toca el poder, es el preciso momento en el que la democracia se pone a prueba.
El derecho de expresión y de opinión y el derecho a disentir que otorga la democracia, exige la responsabilidad que dan la razón y los argumentos. Ello implica hacer el esfuerzo de responderse preguntas como éstas: ¿La sentencia que responsabilizó al expresidente Uribe de haber sido determinador de los delitos de Fraude Procesal y Soborno en Actuación Penal, fue una decisión judicial adoptada en el marco de un proceso público, adversarial y garantista? ¿Contó el Expresidente con todas las garantías legales, representación técnica de primer nivel y derecho pleno a la defensa? ¿Estuvo el expediente sustentado en pruebas recaudadas conforme a Derecho?.
Más allá de ser “uribista” o “antiuribista”, las respuestas racionales y razonables que se desprendan de las anteriores y otras preguntas pertinentes, con fundamento fáctico y jurídico, les darán el respaldo a las opiniones expresadas a favor y en contra de la Sentencia.
Así que ser, simplemente, “uribista” o “antiuribista”, lo único que hace es descalificar la opinión en contra o a favor del Fallo, respectivamente, si no está responsablemente justificada.
En todo caso, es necesario comprender que la justicia, para preservar su legitimidad, debe poder actuar sin presiones externas, sean políticas, mediáticas o ideológicas.
Quien no esté de acuerdo con la Sentencia tiene a su alcance los mecanismos legales previstos: la apelación ante el Tribunal Superior de Bogotá y, eventualmente, el recurso de Casación ante la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia. Lo que no es saludable para la democracia es sugerir que toda decisión contraria a unos u otros intereses políticos es ilegítima. Esa lógica mina la confianza en las instituciones y alimenta una peligrosa idea: que la justicia sólo es válida cuando favorece unos u otros intereses políticos y económicos.
Colombia ha sufrido demasiadas décadas de división, desconfianza, odio y violencia. Hoy, cuando más exacerbada está la polarización, suena ingenuo esperar que la ciudadanía trascienda las pasiones políticas y defienda el Estado de Derecho como un bien común. Pero intentar llegar a la razón y la inteligencia es creer en la esperanza en un País mejor y ello es posible con el compromiso de aceptar, entre otras cosas, que es fácil resolver las diferencias dentro del marco de la legalidad y el respeto mutuo y que nadie debe estar exento del escrutinio judicial, siempre y cuando ese escrutinio se dé con rigor, garantías y transparencia.
No se trata de silenciar el debate: se trata de elevarlo con responsabilidad, con razones e inteligencia, por encima de los insultos propios del fanatismo.