Nicolás Echeverry Alvarán, senador de la República de Colombia.

Por: Nicolás Albeiro Echeverry
Senador de la República

Antioquia es, desde la Colonia, el corazón minero de Colombia. En sus montañas se fundaron pueblos, se crearon fortunas, se levantaron bancos y universidades y se forjó el carácter laborioso de un pueblo que nunca le ha tenido miedo al trabajo. Negar esa herencia es desconocer nuestra historia y renunciar a un futuro de progreso y sostenibilidad.

Sin embargo, eso es, precisamente, lo que ha venido ocurriendo en el País: un intento sistemático por marchitar la minería legal, disfrazado de transición energética, que amenaza con convertir la riqueza natural y humana de Antioquia en una víctima más del centralismo ideológico.

El Gobierno nacional insiste en oponer minería y sostenibilidad, como si fueran enemigos irreconciliables. Pero el mundo avanza en la dirección contraria: la transición energética global depende de los minerales críticos —cobre, níquel, litio, tierras raras, aluminio, manganeso— que permiten fabricar paneles solares, baterías, turbinas eólicas y vehículos eléctricos. Sin cobre no hay movilidad eléctrica; sin litio no hay almacenamiento; sin minería responsable no hay energía limpia.

Por eso, países vecinos como Chile y Perú, fortalecen sus marcos legales, atraen inversión responsable y generan miles de empleos formales. En cambio, Colombia elige un camino de restricción y estigmatización, que no protege el ambiente, sino que alimenta la ilegalidad.

Antioquia produce más del 60% del oro formal del País y concentra algunos de los proyectos de cobre más prometedores del continente, como el de Jericó, declarado de interés nacional.

Aquí se han probado modelos de minería con trazabilidad ambiental, monitoreo hídrico, formalización de mineros artesanales y restauración de suelos degradados.
Pero, lejos de reconocer estos avances, el Gobierno decidió revocar la autoridad minera delegada a la Gobernación de Antioquia, debilitando una institucionalidad técnica y sólida que había sido modelo nacional. Fue una decisión política, no ambiental: una forma de castigar a una región que representa productividad, conocimiento y autonomía.

El más reciente golpe a la minería legal es el Proyecto de Ley denominado “Ley minera para la transición energética justa, la reindustrialización nacional y la minería para la vida”, radicado por el Gobierno en el Congreso.

Detrás de su título optimista se esconde un texto que crea incertidumbre jurídica, desincentiva la inversión y abre la puerta a la parálisis total del sector.

La norma pretende reemplazar el actual modelo mixto -en el que el Estado regula y las empresas ejecutan— por uno de carácter estatista y restrictivo, en el cual sólo las entidades públicas podrían liderar proyectos de exploración y explotación.

Pero la minería es una industria de riesgo, que requiere décadas de inversión, conocimiento técnico y capital. Ninguna entidad estatal tiene la capacidad económica ni la agilidad para asumir esos riesgos. En la práctica, el Proyecto de Ley cerraría la puerta a la inversión privada, reduciendo la competitividad nacional y aumentando la dependencia de las importaciones.

A esto se suman nuevas cargas regulatorias, procesos burocráticos excesivos, potestades unilaterales para terminar contratos y una falta total de garantías para los proyectos ya existentes.

El resultado sería una tormenta perfecta: caída de la inversión extranjera, pérdida de empleo, fuga de capital humano y fortalecimiento de la minería ilegal.

El impacto para Antioquia será letal. Será el departamento más afectado porque miles de familias viven directa o indirectamente de la minería legal en regiones como el Nordeste, el Bajo Cauca y el Suroeste.

La industria genera regalías que financian carreteras, acueductos, escuelas y programas sociales. Marchitarla no sólo empobrece al territorio, sino que debilita la gobernabilidad local y abre espacio a estructuras criminales que hoy controlan buena parte del oro ilegal del País.

De hecho, la Contraloría General y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estiman que más del 70% del oro colombiano proviene de la minería ilícita y que el 50% de los municipios del País están afectados por esta práctica.

Cerrar la minería formal no reduce el daño ambiental; lo multiplica.

La visión conservadora del desarrollo no es la del extractivismo sin control, sino la del progreso con propósito: aprovechar responsablemente los recursos naturales, con tecnología limpia, restauración ecológica y respeto por las comunidades. Eso exige fortalecer la institucionalidad técnica, apoyar la formalización de los pequeños mineros, fomentar la investigación científica y garantizar reglas claras.

El verdadero enemigo del ambiente no es la minería regulada, sino la improvisación, la ilegalidad y la ideología.

Respecto de Jericó, municipio del suroeste antioqueño, la decisión que debe tomar la Agencia Nacional de Minería sobre la prórroga del proyecto de Quebradona, será una prueba de fuego: si el Gobierno actúa con criterios técnicos, enviará al mundo el mensaje que Colombia respeta el Estado de derecho. Pero si la decisión es política, se confirmará que el País ha renunciado a la racionalidad y a la inversión responsable.

Antioquia no puede permitir que se castigue su vocación productiva por prejuicio ideológico. Defender la minería legal es defender el empleo, la educación, la innovación y la soberanía energética del país.

En conclusión, la minería bien hecha es compatible con la vida, con el agua y con el futuro. Lo que no es compatible con la vida es la pobreza, la ilegalidad y el abandono estatal.

Antioquia ha demostrado que se puede producir cuidando la tierra.

Colombia debe decidir si sigue el ejemplo de Antioquia o si se queda atrapada en el discurso de quienes prefieren una nación inmóvil antes que una nación productiva.