La polarización es la tendencia de una sociedad a dividirse en extremos enfrentados. Es el momento en que las diferencias, naturales y necesarias en una democracia, dejan de ser matices para convertirse en trincheras desde donde se dispara a matar al enemigo. Polarizar es reducir la complejidad del pensamiento a la lógica de “o son ellos o somos nosotros, porque ellos no son adversarios políticos, son enemigos a muerte”, es llevar el pensamiento que es característica del ser humano civilizado a una simplificación que vacía de contenido la deliberación pública.
En Colombia, la polarización ya no es un fenómeno coyuntural: se convirtió en un rasgo estructural del debate político y mediático, porque -deshonrando la luz que ha sido la ética para el periodismo- la mayoría de medios de comunicación tradicionales y alternativos decidieron defender agendas políticas. Desde hace más de dos décadas, hicieron su aparición las tensiones políticas e ideológicas, pero se han hecho más notorias en los últimos años, precisamente por la aparición de las redes sociales en las trincheras y su capacidad de permear y agendar política e ideológicamente a los medios tradicionales.
Así que, medios, redes y liderazgos partidistas y caudillistas son los que han contribuido a reforzar esta división, más por conveniencia que por convicción, con discursos emocionales, pasionales y radicales, que resultan más rentables en estos tiempos de “infoxicación” -como denuncia el procurador Gregorio Eljach-, de desinformación y de saturación digital, en los que la emoción vende más que la razón.
La polarización tiene un componente útil: clarifica las posturas y obliga a definirse, que es lo que muchos demandan de los líderes y militantes de Centro. Sin embargo, cuando esa definición se convierte en hostilidad sistemática, entonces erosiona los principios y los valores democráticos que sostienen la convivencia.
Una sociedad polarizada deja de escucharse y empieza a sospechar de todo lo que no confirma su propio sesgo. Así, el adversario deja de ser un interlocutor y pasa a ser un enemigo.
Colombia necesita recuperar la capacidad de disentir sin destruir. No se trata de abolir el conflicto de ideas, porque sin él no hay política y la democracia pierde su esencia. Se trata de superar la lógica del odio y del miedo como forma de identidad colectiva. El reto ético de una ciudadanía que aspira a madurar políticamente, debe ser el de discutir sin aniquilar y debatir sin deshumanizar y atentar sin misericordia contra la dignidad del otro.



























