La ventaja de la democracia radica, precisamente, en que el poder no se sustenta en la fuerza, la herencia o el dogma, sino en la voluntad del pueblo, expresada en las urnas. Esa legitimidad, aunque frágil, es la que permite que los gobernantes sean temporales y estén obligados a rendir cuentas.

En democracia, la persona no es un súbdito sino un ciudadano con derechos reconocidos y con mecanismos para defenderse de los abusos del poder. El pluralismo político abre la puerta a la diversidad de ideas y a la alternancia, mientras que los pesos y contrapesos propios de la separación de poderes evitan que un solo individuo o partido se apropie de la nación.

La democracia, además, tiene un rasgo que la hace única frente a cualquier otro sistema: su capacidad de corregirse a sí misma. Los errores de gobierno, las leyes injustas o las decisiones contrarias al ordenamiento jurídico y al interés común, no necesitan resolverse con revoluciones violentas ni con golpes de Estado: se resuelven con elecciones, tribunales y opinión pública.

Es cierto que la democracia es imperfecta y que sus instituciones a veces se deforman por la corrupción, la polarización o la indiferencia ciudadana. Pero, incluso en su precariedad, ofrece una herramienta que ninguna dictadura concede: la posibilidad de rectificar desde adentro.

El reto para Colombia, rumbo a las elecciones legislativas y presidenciales de 2026, no es sólo preservar esa ventaja comparativa frente a cualquier otro sistema, sino elevar la calidad de nuestra democracia, superando la cultura del atajo, la manipulación mediática y el clientelismo que la erosionan.

La democracia vale más que cualquier otra forma de gobierno porque, a pesar de sus defectos, nos recuerda que el poder es prestado y que su titular legítimo es, y seguirá siendo, el ciudadano.

Una dictadura puede prometer orden, pero sólo la democracia garantiza libertad con esperanza de corrección.