En tiempos de confusión moral y de extrema polarización política, en política, en tiempos, como los que estamos viviendo, en los que la verdad parece un estorbo y la injuria y la calumnia se han conviertido en herramientas de lucha política, nos conviene detenernos a pensar. Y aunque a algunos les suene exagerado, tenemos que reconocer que “pensar” se ha vuelto un acto cada vez más escaso en la vida pública. El acto humano de “pensar” ha sido desplazado por la reacción irreflexiva, por el grito, por la ofensa, por las pasiones viscerales y por la emoción cruda que ha arrastrado a mucha gente a tomar decisiones equivocadas.
La filósofa Hannah Arendt, una mujer que huyó del totalitarismo nazi y lo estudió con profundidad, nos advirtió sobre los peligros de no pensar. Su famosa idea de la “banalidad del mal” no fue una excusa para justificar a los criminales de guerra, sino una denuncia contra la obediencia ciega, la falta de juicio y la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal cuando se actúa sólo por rutina, conveniencia o miedo. Nos recuerda Arendt la “estupidez colectiva” de Dietrich Bonhoffer, también perseguido, pero éste sí ejecutado por el régimen nazi.
Hoy no enfrentamos campos de concentración, pero sí vemos cómo, cada vez más, se normaliza la mentira, se banalizan la injuria y la calumnia y se justifica, se aplaude y se recompensa con votos la violencia verbal, como si fuera un acto heroico. Hoy se destruye impunenemente la reputación de quien piensa distinto, se caricaturiza la política como un campo de batalla y no como un escenario noble de deliberación racional. Y todo esto ocurre con la complicidad de quienes prefieren no pensar, no preguntar, no incomodarse.
Arendt decía que el mayor peligro para la democracia no es el adversario político, sino la desaparición del juicio individual y del discernimiento ético, que es lo que debería guiar toda acción pública. Y la Filósofa alemana tenía razón: cuando los ciudadanos dejan de cuestionar, los poderosos hacen lo que quieren; cuando se desprecia la verdad, el poder se vuelve propaganda; y cuando se sacrifica la razón por la pasión y la emoción, se impone el populismo de izquierda y de derecha.
Por eso, en medio de este ruido ensordecedor, me resisto a dejar de invocar el respeto por los principios y los valores. Me niego a creer que la ética sea una cosa del pasado, que el Derecho sea sólo una herramienta que es valorada cuando no afecta los intereses políticos y económicos particulares y que la política esté condenada a la trampa y al engaño y que no se ejerza con fundamento en la verdad, la libertad, la pluralidad, la responsabilidad, el respeto y la tolerancia.
Hoy más que nunca debemos insistir en la formación política de la ciudadanía: no como adoctrinamiento ideológico, sino como ejercicio de libertad y de conciencia. Necesitamos una ciudadanía In: informada, inteligente, interesante y calificada, capaz de desconfiar del caudillo carismático que promete todo y cumple nada, que agita las emociones pero evade el debate. Una ciudadanía que valore más la argumentación que la ofensa, que sepa distinguir entre la diferencia legítima y la hostilidad gratuita.
Hannah Arendt nos enseñó que pensar no es un lujo académico, sino una obligación moral. Pensar para no repetir. Pensar para no obedecer ciegamente. Pensar para no callar ante la injusticia. Pensar para no ser cómplices.