John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo Tamayo

Nuestra sociedad espera de los maestros que sean personas idóneas, íntegras, educadas, cultas, con hábitos saludables, atléticos, enciclopédicos, humildes, bonitos, políglotas, universales, deliberantes, democráticos, objetivos, analíticos, críticos, persuasivos, provocadores de conocimiento, elegantes, pulcros, ordenados, metódicos, comprensivos, muy inteligentes, alegres, asesores, con respuestas para todo, creativos, innovadores, escritores, protagonistas, problematizadores, tolerantes y generosos.

Se espera todo de ellos a cambio de muy poco. Los profesores del sector privado padecen su cruz en silencio. El paro de maestros le resulta ajeno. Tienen mejor salario, mejores instalaciones pero en muchas ocasiones no dejan de representar para sus estudiantes más que una prolongación de la empleada del servicio. Los colegios privados dependen de las matrículas y los padres de familia lo saben. Ante cualquier dificultad académica o disciplinaria amenazan con retirar a su hijo del colegio y allí la posición del profesor termina por ceder ante la necesidad de supervivencia del colegio. Son profesores en reinado de belleza. Sonriendo siempre porque los padres de familia o los alumnos son clientes que siempre tienen la razón y abastecen la cuchara. Ganan más pero la libertad de cátedra, de opinión, de expresión es muy limitada. No tienen tiempo para pensar la realidad de los demás colegas porque de ese tema no se habla en la sala de profesores. Esa sala está dedicada exclusivamente a llenar formato, hacer cuadros, cuadritos, megacuadros, planes, planeadores, fichas, afiches y carteleras sin cartel.

La realidad que viven o padecen profesores del sector oficial es muy compleja. Va desde la coyuntura, pasa por la infraestructura y termina en el desinterés del gobierno por tomarse en serio la educación. Salarios poco competitivos. Estímulos profesionales escasos. Infraestructura precaria. Inversión para cualificarse reducida. Mercantilización del servicio en ascenso. Salones repletos. Pupitres insuficientes. Equipos técnicos obsoletos. Un panorama oscuro y lúgubre. Un cuadro en el que no hemos incluido los problemas de atención, el contexto de violencia en el que se dictan clases. La escuela en medio del conflicto y la escuela como escampadero de tantas frustraciones y tragedias.

Profesores hay de todos los sabores y colores. Con todos los intereses. Por vocación o por negocio. Profesores que además de representar la autoridad suplen vacíos afectivos. Profesores que se echan al hombro la tarea más compleja de enseñar a leer y a escribir. A sumar y a restar. Profesores que asumen su función de servicio más allá de la jornada laboral. Profesores que median en zonas donde solo parecía haber lugar para los gritos de la guerra. Profesores que le arrebatan a la guerra miles de muertos. Profesores que siembran esperanza y cultivan sonrisas. Profesores que se hacen al lado de sus estudiantes para caminar juntos por la construcción de un país mejor. Profesores que son escuchados porque tienen mucho que decir. Profesores que saben escuchar y escuchan con paciencia. Profesores que llevan con dignidad su rol de maestro. Profesores que creen en la educación como la herramienta de transformación del individuo en un ser capaz de vivir con el otro. Profesores así son los que hacen la verdadera revolución. Una revolución silenciosa y necesaria. Revolución que tiene lugar en el aula y más allá porque la dignidad no tiene horario, ni plan de salud, ni horas cotizadas, ni aportes. La dignidad no es un libreto. Es un derecho.