John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo

Celebro con júbilo y sin reserva el anuncio público desde La Habana de que sí habrá acuerdo político de paz con las Farc. Lo celebro, lo respaldo y confirma la intuición de que ese proceso ya no tenía reversa. Era la principal y más valerosa apuesta del Gobierno y había que sacarlo adelante. El tiempo le ha dado la razón y avisamos ya la cuenta regresiva del acuerdo y la vuelta a la página de uno de los episodios más crueles y salvajes de nuestra historia.

Celebro el fin de una salida negociada, que generará un efecto muy profundo sobre posibles manteles y rutas para negociar con el Eln. Celebro la transición del monte a la vida pública. Celebro el disenso sin armas. Celebro por una Colombia sin Farc. Celebro que el acuerdo esté ofrecido en una condición donde las partes ganen. Esa es la esencia de un acuerdo. No es una imposición, ni una rendición, ni un sometimiento. Y ese acuerdo deberá reflejarse en la normatividad futura que se nos avecina.

Pero hay un asunto, en medio de toda la euforia del anuncia, que me deja un sabor agridulce. Una contradicción histórica y metodológica que me roba la calma. Esto es: el precio que hemos de pagar por la paz no se librará en materia penal. Eso ya está claro. Estamos muy cerca de blindar jurídicamente el acuerdo para que la amnistía y la transición a la vida pública no tenga impedimento alguno. Eso es muy cuestionable, pero es una consecuencia propia de la dinámica de los procesos de transición. El verdadero precio a pagar por la paz está en materia ambiental. Pues contario a lo que muchos exponen de que la paz significa el ascenso y el triunfo del Castrochavimso, creo que nada más ajeno a la realidad.

Lo que hay detrás es un interés propio de agentes multilaterales y supranacionales interesados en la explotación de recursos naturales de esta Colombia salvaje y mágica.

Una Colombia sin insurgencia es una Colombia supeditada a los TLC. Una Colombia sin insurgencia es una puerta abierta para explotar recursos naturales a cielo abierto. Sin Dios ni ley. Sin mesura y sin reserva. Un saqueo legal y legítimo. Con respaldo legal y con licencia para invertir. Claro, la inversión es sana, necesaria y será un justificante de que la paz sí puede ser un buen negocio. Pero el precio natural a pagar, me parece sano decirlo, podrá llevarnos a pensar que el remedio resulta más letal que la enfermedad.