Rodrigo Pareja

Por: Rodrigo Pareja

Dos noticias que se conocieron en los últimos días tienen que ver con Colombia, la una en forma directa y la otra de manera indirecta, pero ambas merecen algún comentario aunque no se trate de asuntos trascendentales para el país y su futuro.

La una tiene que ver con un índice que supuestamente mide la felicidad de las naciones, elaborado por la firma Happy Planet Index, para llegar al cual se tuvieron en cuenta entrevistas o sondeos hechos en 151 países, que tuvieron que ver con sostenibilidad, felicidad y esperanza de vida de sus habitantes.

De acuerdo con esta dudosa clasificación, Colombia es el tercer país más feliz del mundo, aventajado  apenas por Costa Rica y Viet Nam, pero eso sí, superando con creces a Estados Unidos que apenas es 104, Francia 50 y Alemania 46.

Claro que en estos tres últimos países, por ejemplo, el ítem de esperanza de vida nada tiene que ver con la calidad y precio del celular que usan sus ciudadanos, ni está ligado, por ejemplo, a la cuantía del dinero que retire de algún banco o cajero del sistema financiero.

Perder la vida por un celular así sea de ínfimo precio, o por el llamado fleteo – palabra desconocida en el léxico de esos pueblos en desarrollo – son situaciones que hacen parte de la enorme “felicidad” en la que transcurre la vida de miles de colombianos, dato bien documentado por fortuna en la increíble distinción de la empresa Happy Planet Index.

La misma que también omitió, en un intento por acreditar y justificar su absurda clasificación, los más de cinco millones de desplazados por la violencia,  a ninguno de los cuales seguramente les preguntó si eran felices;  tampoco lo hizo con los otros millones de colombianos que a diario tienen que hacer maromas y milagros para subsistir con el salario mínimo o con ingresos aun peores;  y dejó de hacerlo, también, con los hacinados de las cárceles, los que habitan en las zonas de miseria de las grandes ciudades y los que a diario consiguen mediante el difícil rebusque algo para sostener su mísera existencia.

Como en el famoso chiste de la hiena que siempre come carroña,  hace el amor solo una vez al año y permanece riéndose, de qué podrán estar felices y sonriendo a mandíbula batiente los colombianos que ella entrevistó. Si acaso fue que lo hizo.

O sería que apenas fueron motivo de su interés los potentados que figuran en la lista de la revista Forbes; los congresistas y magistrados que devengan pero no justifican los más de $20 millones que reciben cada mes; los exportadores que tienen ahora el dólar a más de $2.100 pesos, o los dueños del sistema financiero que se forran a diario y obtienen ofensivas ganancias que cada mes les enrostran a sus compatriotas.

La otra noticia tiene que ver con científicos de la Universidad John  Hopkins, de Baltimore, Estados Unidos, que acaban de comprobar que el virus de la estupidez sí existe, y lo identificaron como el ATCV-1, el cual según ellos, “reduce la capacidad de discernir del cerebro”.

Al contrario del mentiroso índice de felicidad, si en el país se hiciera un sondeo para establecer la veracidad de lo descubierto por los sabios de Baltimore, podría concluirse fácilmente que el virus de la estupidez anida aquí desde mucho antes de su publicitado descubrimiento.

Bastaría oir algunas emisoras populares “animadas” por grotescos seudo humoristas; escuchar los noticieros de televisión con su ridícula y repetida “operación retorno”; observar a cualquier imbécil con el radio pegado al oído escuchando una carrera de ciclismo o un partido de fútbol; y en el peor de los casos, oírle asegurar a alguien que las cifras divulgadas por el DANE  son reales.

Pero el colmo de las dos situaciones se sintetiza el día de elecciones, cuando la estupidez en masa acude a las urnas acicateada por las promesas de siempre, reflejada en la cara esa felicidad que utiliza Happy Planet Index  para descrestar incautos.