John Fernando Restrepo

Por: John Fernando Restrepo Tamayo

La silenciosa marcha del pueblo salvadoreño, que es a su vez la marcha del pueblo latinoamericano, ha tenido buen recaudo. Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, ha sido declarado Beato este sábado 23 de mayo. Para el pueblo salvadoreño, que tiene poca incidencia en las decisiones de la sacra burocracia romana, este acto solemne es solo un pasito más que lo acerca a la declaración oficial de Monseñor Romero como Santo y Mártir de América.

Para el pueblo ya es un santo. No solo por los milagros que se exigen demostrar como condiciones esenciales en el proceso de canonización sino por lo que hizo en vida. Por su valentía. Por su honestidad. Por su coherencia. Y ser valiente, honesto y coherente en una época donde la alianza más cruel y letal entre el Gobierno y los paramilitares hacía que cualquier oportunidad para pedir respeto por la vida fuese leída como una declaración de guerra no era un asunto menor. Eso hizo Monseñor Romero y lo pagó muy caro. Fue declarado objetivo militar. Todos los sabían. Él lo sabía. La prensa lo había anunciado y pidió ayuda a Roma. Pero su pretensión resultó banal.

Su destino era la soledad. La soledad de América latina. Un francotirador le esperaba en la puerta de la iglesia. Allá debía llegar sí o sí. Y allá llegó Romero, como siempre, para decirle a su pueblo que no debía tener miedo porque Dios estaba con ellos. Para decirle a su pueblo que había que ser valientes y firmes. Pero la firmeza de la que hablaba era la metáfora del trigo. Que para nacer debe morir. Debajo de la sotana de ese Arzobispo valiente se vestía el hombre que sentía la muerte pisarle los pies.

Un pueblo agradecido acompañó la vigilia de este viernes y llenó la plaza El Salvador del mundo este sábado lluvioso, en una celebración multitudinaria en favor de un hombre que se echó al hombro la cruz del pueblo y a ella misma fue atado. Monseñor Romero fue asesinado por un escuadrón paramilitar durante una celebración religiosa el 24 de marzo de 1980. Desde esa fecha hasta hoy, su nombre y su recuerdo, se ha plegado a la historia de todo un pueblo que siembra paz y no pierde la esperanza. Cree en la justicia y se levanta de las ruinas que dejó una guerra civil indolente y fratricida.

Monseñor Romero no era un hombre fácil. Su condición de Arzobispo fue polémica, crítica y frágil. Siempre denunció la soledad más profunda que debía vivir. Y no pudo comprender por qué El Vaticano le reprochaba, en público y en privado, su quehacer como Obispo y como líder público. Declaró al pueblo salvadoreño como su compañía y razón de ser, pues en él estaba contenida la fuerza liberadora del Evangelio. Su fe fue inquebrantable sabiendo que sus enemigos más encomiables estaban del lado del poder y gozaban de todos los recursos para asfixiarle, acusarle y reprocharle la ideología marxista y liberadora con la que entendía y describía las Escrituras. Fue señalado de auxiliar y promover la insurgencia. Incitar al pueblo a la rebelión, y en últimas, ser responsable de acalorar los ánimos que arrojó a incautos y fieles a la guerra civil.

Este reconocimiento romano es un buen pretexto para recordarle y exaltar su coherencia. Para recuperar su memoria y decirle al mundo que se le recuerda con gratitud a pesar del paso del tiempo. Pues cuando estamos en frente de hombres que han cambiado la historia, treinta y cinco años puede parecer un simple suspiro. Él mismo lo presentía: “Si muero voy a resucitar en el pueblo salvadoreño.” Así ha sido. Así debía ser.