Diego Calle

Por: Diego Calle Pérez

Probablemente en Medellín se les recuerde cada ocho o quince días que publican sus columnas en el diario plural de una familia de tradición paisa, otras veces se les recuerda por que hacen las veces de defensores aprovechando su fama de escritores y comentaristas de radio. Todo lo que escriben lo quieren hacer parecer una verdad de copistas de un movimiento ciudadano tan turbio como las aguas del río Medellín que ahora tratan de purificar. Estos dos individuos hacen alarde de escritores, cargando su ironía, su estilo imitador de sus mentores y sermoneando como párroco dominguero.  Ciudadanos en ejercicio constitucional, que usan colonia europea, visten ropa de marca y con sus escritos quieren ocultar las oscuras intenciones de un mandatario que se ufana de profesor de matemáticas.

Rodeados de sus apellidos, no dejan de ser para muchos, otros más de los mismos, tienen cierta comitiva para el mutuo elogio y el aplauso, viajan de Medellín a Bogotá en vuelo de primera clase, siembran dudas en sus escritos con calumnias, como son escribanos de profesión y no de oficio, saben mentir con la naturalidad, de la fantasía, de la moraleja, el cuento, la prosa, el verso y el poema, quieren firmar autógrafos en sus libros y en las ferias que ellos mismos organizan para darse créditos e ínfulas de conocedores de historia política y geografía nacional.

Se gastan más tiempo pensando en ganar audiencia con el mandatario que posa de transparente e impoluto. Seleccionan sus listas de amigos, pocos van a su librería, resulta bochornoso verlos fanfarronear a ver quién es el que tiene la mejor columna para la semana siguiente. No debaten con argumentos, no justifican, no contextualizan lo que tanto dicen hacer en sus escritos. Arman sus comentarios escritos con datos amañados y se informan solo de lo que quieren publicar, juegan con el buen nombre de un partido político, y no les gusta se les recuerde quienes fueron sus padres en la política parroquial. Y como quienes en la radio y en la prensa nada tienen que perder. Pulsan en sus plumas el nombre de quien no tienen el gusto de conocer, ponen a su servicio su espacio de radio para hacer eco de sus capacidades, pero esconden lo que deberían dar a entender.

Cuando se les demanda por escritos injuriosos y ofensivos, se quieren hacer los mártires y se flagelan experimentando nuevas columnas para los lectores, siendo ellos los más refinados, los de mejor apellido y los otros corruptos, ladrones y demás calificativos. Solo recuerdan a sus padres cuando se les recuerda quiénes son sus madres y uno de ellos da ejemplos con sus hijos, desdichado de prolongar su existencia con los recuerdos de un olvido que seremos en la dinámica de la política.

Pero, eso sí, los dos columnistas no pierden ocasión de declarar públicamente su empeño en defender al que se ufana de repetir tantas veces lo que no es y muestra con sus ejemplos lo que repite de lo que critica y practica lo que cuestiona. Con los columnistas en mención nunca se tiene un diálogo  que garantice unas premisas mínimas que faciliten tratados éticos de respeto, porque están empeñados en que lo que toca el gran faraón de la pirámides de la oriental, le rebota por ser el más limpio, el más honesto y el mejor profesor de matemáticas de todo el departamento más educado. Entre esos tipos y yo hay algo personal.