Rodrigo Pareja

Por: Rodrigo Pareja

Cuando en desarrollo del genesíaco proceso creativo el Señor decidió en determinado momento dar vida a uno de los seres menos simpáticos, el cínico, al que le ordenó humanizarse y poblar la tierra, ya Alvaro Uribe Vélez estaba asentado en sus tierras del Ubérrimo, dedicado unas veces al ordeño y en otras a mejorar el arte de tomar café sin derramar una gota mientras montaba algún brioso corcel.

Y no se encontraba solo sino acompañado por uno de sus principales palaciegos, aquel que le atribuyó tener una inteligencia superior y quien, ejerciendo la suya propia, descubrió desde ese momento que jamás habría en Colombia miserables desplazados sino voluntarios migrantes.

Como era época casi de absoluta vagancia y muy poco había por hacer, estas dos portentosas inteligencias se dedicaron desde entonces a elaborar un revolucionario manual de funciones, no fuera que algunos de sus allegados tuvieran la ocasión de aplicarlo en el futuro.

Reglamento interno de trabajo denominan también a ese mamotreto que en casi todas las empresas es lo primero que enmarcan y muestran en lugar visible a los visitantes para hacerles creer que son serias, responsables y organizadas, aunque esto no pase de ser un canto a la bandera.

Llámese de una o de otra manera, lo cierto es que el legajo al final de cuentas sólo sirve para que un empresario desalmado se aferre a él, y de cualquiera de sus recovecos jurídico-gramaticales extraiga la excusa perfecta para despedir al subalterno, y parte sin novedad.

En esos ires y venires, en la búsqueda de algo apropiado y en medio de ideas, bocetos,   ante proyectos y proyectos, quedó establecido que cumplir el deber, por ejemplo, era nombrar a “un buen muchacho”,  Jorge Noguera, para que prevalido de su poder y su cargo facilitara el asesinato de un profesor de izquierda, Alfredo Correa de Andreis.

También, por ejemplo, era “cumplir el deber”  premiar con una embajada en Santiago de Chile a cualquier ex gobernador sindicado y condenado por el asesinato de un alcalde, pues eso engrandecía el buen nombre de la patria ante el mundo.

También desde que el hombre comenzó a emitir sonidos guturales y con el tiempo llegó a formar vocablos entendibles, las palabras han servido para todo: Para decir la verdad, proclamar la mentira; mostrar blanco lo que es negro y hasta convertir en un triunfo el más estruendoso   de los fracasos.

Otro de esta escuela desvergonzada fundada por Antístenes que ya por esas calendas andaba por estos andurriales entrenando dinosaurios,  era Juan  Carlos Osorio, empeñado no solo en ser adiestrador de lujo en el fútbol sino avezado neologista capaz de convertir la palabra fracaso en éxito, prevalido de un micrófono.

Asumiendo que todo el mundo es imbécil y nada sabe de fútbol, Osorio no sólo trata de convertir el cobre en oro sino que pretende demostrar que su equipo el Nacional dejó “una buena imagen en Suramérica”, sobretodo novedosa,  podría agregarse, por ser el único que necesitado de goles deja en la banca a su máximo ariete, Jefferson Duque y pone de centro delantero a un jugador del montón como es Juan David Valencia, algo parecido a sustituir a Ronaldo por Arbeloa en el Real Madrid o a Messi por Montoya en el Barcelona.

A pesar de sus diferencias de clases y de oficios, algo en común tienen estos dos personajes, y es el color verde de las extensiones que manejan; el uno inconmensurables llanuras repletas de animales, y el otro unas áreas más pequeñas donde, a veces, quienes están en ellas también parecen animales, tal su  torpeza y poca calidad.

De cínicos y cinismos con lo que hay en Colombia habría para otras cuatro o cinco columnas, pero por ahora vale el ejemplo anterior para decir que en esa materia, el país está sobrado.