Margarita María Restrepo

Por: Margarita Restrepo

En las últimas semanas he repetido hasta la saciedad que los ciudadanos estamos en la obligación de defender el resultado obtenido en las urnas el pasado 2 de octubre con ocasión del plebiscito al que convocó el presidente Juan Manuel Santos para refrendar los acuerdos con la guerrilla terrorista de las Farc.

La democracia no es un juego de niños ni un asunto de menor cuantía. Es la prenda de garantía para la estabilidad de nuestra República. Si Colombia no sucumbió ante el desafío del terrorismo planteado por el narcotráfico y por las bandas organizadas como las Farc, el Eln y los mal llamados paramilitares fue, precisamente, por nuestra solidez democrática.

Si no hubiera sido por ella, nuestro Estado hace mucho tiempo habría colapsado. Mientras en la región las sociedades se inclinaron a favor del establecimiento de regímenes dictatoriales, Colombia escogió, enhorabuena, la ruta del fortalecimiento de la democracia.

No caímos de rodillas frente al embrujo macabro del totalitarismo. A pesar de las bombas, de los asesinatos y amenazas contra candidatos; al margen de la infiltración de dineros mal habidos en las campañas políticas y la influencia armada de estructuras criminales, nuestra democracia pudo sobrevivir.

Nunca se ha desconocido el resultado de unas votaciones. Jamás se ha burlado un triunfo. Hasta ahora. Pero de acuerdo con las últimas decisiones del presidente Santos de imponer un nuevo acuerdo contra la voluntad del pueblo que dijo NO el 2 de octubre estamos ante un atentado de incalculables consecuencias contra la democracia colombiana.

Santos transgredió una frontera que nadie se había atrevido cruzar en nuestra historia reciente. Confirmada su derrota en el plebiscito, se dio a la tarea de maquillar, reajustar y mimetizar algunos elementos del acuerdo con las Farc para presentar uno nuevo que es esencialmente igual. Ninguno de los elementos por los que Colombia votó en contra fueron removidos. Así, las Farc podrán ser elegibles sin restricción alguna. Quienes han cometido los peores delitos contra la humanidad pasarán automáticamente a ser congresistas de la República. Un hombre con el prontuario de Timochenko, en vez de purgar sus delitos en una cárcel, podrá aspirar sin limitación alguna a la Presidencia de la República. Hay quienes dicen que aquello es fundamental para una paz “estable y duradera”. No comparto esa hipótesis: la paz no puede erigirse sobre la revictimización de quienes han padecido el rigor de los violentos. Y no podemos pasar de un Timochenko asesino, reclutador de menores, planificador de masacres, secuestros y desplazamientos forzados, a un Timochenko gobernante sin que medie un castigo judicial efectivo. Aquello será funesto y profundizará las diferencias que agobian a nuestra patria.

El Presidente de la República, que además es Nobel de Paz, no puede violentar el mandato de su pueblo para satisfacer su obsesiva vanidad política. Está obligado a respetar la voluntad de los colombianos que oportunamente le dijimos NO a esos nefastos acuerdos con la guerrilla y aquello lo obliga a introducir cambios estructurales y profundos a ese acuerdo y no maquillajes y retoques estéticos que es lo que, efectivamente, vemos en el nuevo documento de las 310 páginas.

Atentar contra el resultado del plebiscito es un golpe muy duro a la democracia. Tal vez mucho más dañino que las bombas y los atentados que a lo largo de los últimos 50 años han llevado a cabo los terroristas con los que se ha negociado el futuro de nuestra nación.